Victor Valle, Paris, novembre 2007
Por qué trabajo para construir la paz
Pourquoi je travaille pour construire la paix ?
Yo y mi circunstancia
Dice una canción colombiana, sencilla y popular, “las caminos de la vida no son como yo pensaba”. Cuando la escucho me remito al aforismo Orteguiano “Yo soy yo y mi circunstancia”. (José Ortega y Gasset – español – 1883-1955 – Meditaciones sobre el Quijote - 1914)
Ahora, a mis 66 años trabajo para construir la paz y educar para la paz. Pero, ¿cómo llegue a esto?
Provengo de un país con reputación de violento. En El Salvador, por largas historias y profundas raíces, la violencia es un fenómeno aceptado socialmente. Una historiadora costarricense ha dicho que la violencia en El Salvador es la ética del poder. (Patricia Alvarenga. Cultura y Ética de la Violencia. El Salvador 1880-1932. Costa Rica: Editorial Universitaria Centroamericana. 1996)
Nací en una recoleta y tradicional ciudad de, en ese entonces, 40,000 habitantes, rodeada de colinas, volcanes y cafetales. Durante la recolección del café –“motor de la economía salvadoreña”- los soportales de mi ciudad natal, inmensos en mi niñez y derruidos y pequeños en mi casi vejez, albergaban en frías noches, al aire libre, a centenares de campesinos nómadas que venían a Santa Tecla a ofrecer su mano de obra barata. En mi niñez, sin ser pobre vi de cerca la cara de la pobreza sufrida por otros.
En 1941, año cuando nací, Alemania invadió a la Unión Soviética. Japón atacó la base de Pearl Harbor. Stalin y Roosevelt tomaron decisiones estratégicas, entraron de llenó a la segunda guerra mundial y, pasando por Yalta, sentaron los cimientos de una larga guerra fría. Un canto que aprendí a los 4 años decía algo así: “Hirohito está llorando porque ya cayó Japón/ Pin pin cayó Berlín/ Pon pon cayó Japón”. En mi tierna infancia no sabía cómo había caído Japón; pero el cantito me llevó, con unos pocos años más, a interesarme en estos hechos. Y supe sobre la horrible tragedia de muchos japoneses, civiles inocentes, muertos por explosiones de bombas atómicas hasta entonces no imaginadas
Creo que mi familia era de clase media. Siempre usé zapatos, comí tres tiempos de comida y estrenaba ropa varias veces al año. Me eduqué en un colegio religioso, muy bueno, donde me enseñaron a trabajar duro para superarme y a no amilanarme ante las incomodidades físicas, pero por supuesto de esas que hay en los deportes y que no son permanentes.
Muy temprano en mi adolescencia, el estudio elemental de las leyes de la termodinámica y las clases de lógica y física me sembraron dudas sobre todo lo sobrenatural. Por supuesto que no sabía de la existencia de la palabra agnóstico y la palabra ateo aún me espantaba.
Un día, en la libreta de calificaciones y comentarios sobre conducta, que se enviaba semanalmente a los padres, apareció una palabra en medio de signos de admiración, cuyo significado ignoraba: ¡ INSURRECTO!
Mis educadores salesianos, entre muchos métodos para enseñar, estimulaban el desarrollo de la memoria. Así, a los doce años me memoricé el Catecismo Pío X y, por eso, gané un concurso nacional de memoria piadosa. En 1959, a los 17 años, como estudiante a punto de graduarme en la secundaria, me aprendí de memoria, como requisito de un curso, la Constitución Política de la República de El Salvador – de 1950, considerada de corte liberal y democrática, aunque promulgada por uno de los eslabones de la larga dictadura militar: se reconoce la propiedad privada en función social, decía uno de los artículos. Existe libertad de expresión y asociación, decían otros. Es obligación del Estado garantizar…la educación, la salud y la justicia social, decía otro. Y había uno que me obligó a buscar el significado de una palabra en al diccionario: quedan prohibidas todas las doctrinas anárquicas y contrarias a la democracia.
Ingresé a la Universidad de El Salvador –estatal, autónoma, la única en el país como era la norma en los países centroamericanos por esa época- a estudiar Ingeniería Civil, en 1959, pocos meses después del triunfo de Fidel Castro, en Cuba. Y cantábamos:” en la nueva Cuba libre hay un joven abogado…” y declamábamos:”Primero de enero/luminosamente surge la mañana/las sombras se han ido/ fulgura el lucero/ de la redimida bandera cubana”.
Muy pronto me envolví en el movimiento estudiantil, revolucionario, de izquierda. En mi país aún se vivía en medio del temor silencioso. Aún se agitaban los fantasmas de la famosa “masacre de 1932”, cuando unas dictadura militar recién inaugurada ejecutó a decenas de millares de personas opositoras, mayormente obreros y campesinos, que se habían sublevado debido a sus deplorables condiciones de vida sin esperanzas y, algunos, seguros de que lo hacían en nombre de un proletariado que seguía las enseñanzas de Marx y Lenin.
Cuba y su revolución calaron hondo en las juventudes de mi tiempo de joven. La guerra fría se hizo presente. En Centroamérica y en El Salvador, a pesar de que los conflictos tenían profundas raíces culturales, la confrontación política y social se daba como parte de la guerra fría, que no se declaraba entre los gigantes en una suerte de “capoeira” (expresión cultural brasileña que combina danza y artes marciales y los contendientes luchan pero no se tocan) y le daba balance a las relaciones internacionales en un “equilibrio de temor nuclear”.
En la Universidad de El Salvador fui estudiante, dirigente estudiantil de izquierda y gremial, dirigente sindical, funcionario universitario. Milité en la izquierda clandestina. Eso fue en los sesentas.
En 1960 hubo una represión contra una manifestación universitaria que protestaba por la captura de unos compañeros de la Universidad. Sin quererlo quedé sitiado por las fuerzas militares en un recinto universitario. Salimos protegidos por la Cruz Roja. Poco antes de que los soldados y policías comenzaran a amenazarnos, un dirigente estudiantil le dijo al oficial al mando: “Coronel, la Constitución Política nos da el derecho a reunirnos pacíficamente para expresar nuestras opiniones” A lo que el militar respondió: “A mí la constitución me vale verga. Si no se disuelven como grupo lo haré a culatazos”.
El incidente me provocó un gran impacto a mis 19 años y los artículos de la Constitución que aprendí de memoria, se me hacían presentes cuando cavilaba sobre la violencia del militar que, según la Constitución de mis memorias, era esencialmente obediente y encargado de proteger la integridad de la Constitución. Por ese tiempo comencé a pensar que, ante la fuerza y a la represión, había que responder con fuerza y violencia. Era una suerte de legítima defensa, pensaba.
En 1971 obtuve una Maestría en Educación en la Universidad de Pittsburgh, intenté regresar a El Salvador; pero una intervención militar violenta a la Universidad, donde yo trabajaba como asesor de planificación, me hizo salir del país y me radiqué en Costa Rica. En ese lindo país, estuve desde 1972 a 1979, fui profesor universitario, planificador de programas educativos, funcionario internacional y, a la distancia, seguí pendiente de los hechos políticos, donde la confrontación política evolucionaba hacia formas violentas. En 1970, mientras yo vivía en Estados Unidos estudiando educación, se fundo “la primera guerrilla”. Un grupo de disidentes del Partido Comunista con Cayetano Carpio a la cabeza fundó las Fuerzas Populares de Liberación”. Mis simpatías se dirigían hacia estos grupos, pues ellos podían responder de manera más eficaz a las matonerías y violencia de los agentes del estado. Pero lo más importante, creía, era que los “grupos guerrilleros” de izquierda eran la vanguardia de un proyecto político alternativo. En los setentas ocurrieron hechos violentos y arbitrarios de la dictadura militar, ahora bien consolidada por su alineamiento con Estados Unidos en la confrontación bipolar: masacres de estudiantes y campesinos, fraude en elecciones, escalada de represión, desapariciones forzadas, torturas, asesinatos de polٕíticos opositores. La caldera social se recalentaba. La siembra de vientos continuaba. Mis pensamientos de desterrado eran colmados con las noticias de los descabezados, con precisión quirúrgica, que aparecían en los caminos de mi tierra, la desaparición de muchos amigos que nunca más se les vio, la matanza de estudiantes, la matanza en las escalinatas de la Catedral Metropolitana, los esqueletos humanos en las faldas calcinadas de un volcán, las acciones guerrilleras, los operativos de los militares….Había que tomar posiciones y en esa guerra irregular no había duda sobre dónde pondría mis pensamientos y mis acciones.
En 1979 me fui a Estados Unidos a concluir mi doctorado en Educación, lo cual hice en la Universidad George Washington en 1982. En 1979 el mundo y Centroamérica vivían momentos de ruptura: cayó el Sha de Irán, cayó Somoza, la Unión Soviética invadió Afganistán y cayó el General Romero en El Salvador, el último eslabón de la dictadura militar de cincuenta años. El Salvador estaba en la antesala de la guerra civil de los 1980s.
En los 1980s, al mismo tiempo que trabajaba en un organismo internacional, llevaba a cabo, de manera reservada, un trabajo político a favor de la alianza insurgente contra el gobierno de El Salvador. Fui parte de un colectivo político-diplomático que hacía cabildeo y propaganda en Washington D.C. Había tomado partido y me preocupaban los muertos de mi bando y me eran indiferentes (o hasta me alegraban a veces) los muertos del otro bando.
Los 1980s comenzaron a ser los tiempos del desmantelamiento de la guerra fría y en 1989, el mismo día que el muro de Berlín fue derribado, comenzó una ofensiva militar de la insurgencia de El Salvador. Era el 11 de noviembre de 1989. La ofensiva y la contraofensiva fueron violentas, cruentas y letales. Ninguna parte podía derrotar a la otra, la población civil sin partido estaba cansada y las superpotencias querían salir de atolladeros pequeños de la guerra fría.
La negociación para terminar el conflicto armado en El Salvador, por medio de un arreglo político, comenzó en Ginebra en abril de 1990, con la mediación del Secretario General de las Naciones Unidas, Don Javier Pérez de Cuéllar, quien actuaba por mandato del Consejo de Seguridad según resolución de julio de 1989.
Había que parar la matanza. La memoria de 80.000 sacrificados en doce años, la mayoría civiles inocentes, así lo reclamaba.
El retorno a la tierra de mis mayores
En 1991, después de 22 años de ausencia, regresé a El Salvador, aún en guerra pero en plena negociación para terminar el conflicto armado. En enero de ese año murió Guillermo Ungo, líder del partido salvadoreño Movimiento Nacional Revolucionario, miembro de la Internacional Socialista y aliado de la guerrilla izquierdista del FMLN durante toda la guerra y la negociación. En agosto de 1991 dejé mi familia y mi trabajo, como servidor de carrera, en la Organización de los Estados Americanos, con sede en Washington D.C. para hacerme cargo del liderazgo del partido. Y de repente salí de las penumbras para estar en las candilejas.
Cuando la negociación entró en su etapa final, fui parte de la Comisión Nacional para la Consolidación de la Paz, organismo plural creado por la negociación para verificar los Acuerdos de Paz y negociar la nueva legislación e instituciones que surgirían de los Acuerdos de Paz que se firmarían antes de concluir 1991.
Entre el 10 de octubre de 1991 y mediados de enero de 1992, los miembros de esta Comisión, donde había jefes militares, comandantes guerrilleros y dirigentes de todos los partidos políticos de izquierda, centro y derecha –doce miembros en total- nos reunimos durante tres días en todas las semanas en un hotel de México D.F. Para mí fueron momentos cumbres en mi transformación de partidario de la guerra popular de legítima defensa, como la calificaba en mi país, a creyente de que la paz puede construirse por medios pacíficos y que, al fin de cuentas, el llanto de un recién nacido suena lo mismo en Vietnam, en Ruanda, en Paris, en Nueva York, en Japón o en San Salvador. Aprendí a conversar con antiguos enemigos, me pregunté ¿Y si tienen razón? Al final de las intensas jornadas negociadoras salíamos juntos a comprar “recuerditos” para nuestros seres queridos. En eso éramos iguales Estaba entrando a mi etapa de constructor de la paz, de artesano de la paz, sin aprensiones, sin prejuicios y sin agendas previas.
Entre 1991 y 1999 estuve en El Salvador como dirigente político de izquierda, como miembro del Consejo Académico del Consejo Académico de la Academia Nacional de Seguridad Pública, creada por los Acuerdos de Paz para educar nuevos policías, civiles y separados de los militares, Consejo plural de una institución en la que se cifraron grandes esperanzas. Fui además el Inspector-General de la Policía Nacional Civil, para vigilar las operaciones, la administración y lo relacionado con los derechos humanos en la nueva corporación policial.
En ese período actué para reconciliar y para sentar las bases de convivencias pacíficas, armoniosas y dignas para todas las partes.
De nuevo el llamado de la academia… por la paz
El año 2000 salí de nuevo de El Salvador, hacia Costa Rica. En mi peregrinaje de vida he vivido en varios países, fuera de El Salvador, durante 30 años. No he olvidado mis raíces ni la tumba de mi ombligo. Siempre he vivido pendiente de esa pequeña porción de territorio llamada El Salvador.
En esta ocasión, regresé al origen, a la vida universitaria que ha sido mi matriz intelectual y política. Retorné a impartir clases a la Universidad de Costa Rica, de mis amores pues ahí me dieron espacio en los 1970s para mitigar mi exilio, dar clases y ayudar en planificación…y para darle sentido a mi vida.
Ese mismo año 2000 me incorporé a la Universidad para la Paz, institución internacional de educación universitaria creada por la Asamblea General de Naciones Unidas, en 1980, para educar paras la paz y la seguridad y para entender y prevenir y manejar los conflictos y…si es posible, prevenirlos.
La Universidad para la Paz es un espacio muy singular donde se educa para la paz. Los esfuerzos académicos esenciales de la UPAZ, a tono con su misión, están orientados a que los educandos entiendan críticamente la naturaleza de los conflictos, las diferencias entre los seres humanos y las naciones y los medios pacíficos por medio de los cuales se pueden construir y mantener relaciones saludables entre los pueblos.
Por ser la UPAZ una universidad con énfasis en la docencia de postgrado, actualmente ofrece diez programas de Magíster en los cuales participan estudiantes de más de 50 países alrededor del mundo. En las aulas y en las actividades extracurriculares propias de cada plan de estudios se vive una experiencia multicultural.
Con ese telón de fondo humano y multicultural, los programas de postgrado de la UPAZ:
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Inculcan la comprensión, el respeto y el valor de las diferencias.
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Proveen conocimientos sobre instrumentos legales paras enfocar y enfrentar los conflictos.
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Identifican los diferentes ámbitos donde ocurren los conflictos más importantes: en comunidades, entre naciones, en ambientes depredados e inestables, en pueblos que sufren humillaciones y en relaciones internacionales.
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Hace énfasis en el efecto multiplicador de sus actividades,
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Enseña conceptos y principios fundamentales sobre la naturaleza de los conflictos y los diversos enfoques para construir la paz.
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Es intensivo: Sus programas de Magíster duran once meses con profesores residentes y visitantes que provienen de varios países, disciplinas y experiencias profesionales.
Lo anterior explica por qué los Magíster que se ofrecen en la Universidad para la Paz son los siguientes:
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1. Derechos Internacional y Derechos Humanos
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2. Derecho Internacional y Arreglo de Controversias
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3. Recursos Naturales y Desarrollo Sostenible (Este es un programa dual con American University de Washington D.C. Los estudiantes reciben al final de dos años de trabajo académico un Magíster en Asuntos Internacionales, de American University, y un Magíster en Recursos Naturales y Desarrollo Sostenible, de la Universidad para la Paz).
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4. Recursos Naturales y Paz
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5. Seguridad Ambiental
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6. Estudios de Paz Internacional.
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7. Estudios de Paz Internacional –Se ofrece en dos campuses: UPAZ en Costa Rica y Ateneo de Manila. Es para estudiantes asiáticos.
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8. Medios de Comunicación, Conflicto y Paz.
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9. Género y Construcción de la Paz
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10. Educación para la Paz
En la UPAZ todos los estudiantes, para recibir un grado académico, deben estudiar como su primer curso un curso obligatorio sobre Fundamentos de Estudios de Paz y Conflicto. Este curso es impartido por el personal académico de planta en la Universidad y tiene el siguiente contenido:
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1. Comprensión de conflicto y paz
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2. Causas y razones de la guerra
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Escalada, dinámica y procesos del conflicto
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Teorías sobre conflicto, violencia y estado
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Economía Política y guerra
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Seguridad ambiental
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Empate y más allá: instrumentos para la resolución de conflictos
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3. La construcción de paz negativa
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Mediación de conflictos: experiencias prácticas
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Guerra, Derecho y Derechos Humanos
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4. Construcción de la paz positiva
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La paz y el conflicto desde la perspectiva de género
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Educación para la paz
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Responsabilidad social de las corporaciones
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Desarrollo sostenible.
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En general, el curso explica cómo hacer el análisis de un conflicto –contexto, relaciones y dinámica-; las diferencias entre mantenimiento de la paz y construcción de la paz; la naturaleza del conflicto violento y prevención del conflicto, las diferencias entre paz positiva y paz negativa y entre manejo de conflictos, resolución de conflictos y transformación del conflicto.
Horizontes y caminos por hacer
La paz es un anhelo de todos los seres humanos, o más bien debe ser un anhelo de todos los seres humanos racionales y que se sienten parte de una especie con su historia y su futuro.
Y ese anhelo debe ser construido, protegido y mantenido cotidianamente y toda la vida. Es un largo camino que nunca termina, como todas las luchas por un mundo mejor y más digno.
La paz vive amenazas perpetuas a las que hay que enfrentar para reducirlas al mínimo y, como desiderátum orientador, eliminarlas. La gente se atrinchera en sus identidades y culturas, lo cual es bueno mientras estas culturas sean como los colores del arco iris que siendo diverso, debidamente armonizados y tocados por la luz, producen el color blanco, el color de la paz. Sin pensar en la riqueza de las diversidades, el atrincherarse en “lo mío para hoy” o “mi cultura es la mejor” puede llevar a fanatismos destructivos.
El abuso del poder, en todos los niveles y ámbitos de las sociedades, con menoscabo de la dignidad humana y práctica de las humillaciones, es también una fuente de amenazas para la paz entre las personas, en las comunidades y entre las naciones. Estos abusos de poder tiene fines claros, en el caso de las naciones fuertes y acomodadas: acceso a recursos y protección de sus intereses vía armas y ejércitos, binomio para hacer la guerra.
El alejamiento de la vida sencilla –aunque moderna pero frugal y pensando en los demás, sobre todo en los hijos y los hijos de nuestros hijos- también es fuente de alteraciones a la paz.
El consumismo suntuario, la avidez por los bienes materiales y la alienación (que provocan vacío espiritual y amor a lo material y trivial) hacen estragos en la paz personal, comunitaria, nacional e internacional.
En esta carrera por las cosas suntuarias, por la alta adrenalina y por el narcisismo no hay tiempo para pensar ni para cultivar valores tales como la honradez, la sencillez, el respeto, la responsabilidad, la comprensión, la templanza, la lealtad, la fidelidad, la generosidad ..Y por eso es que no hay paz, igualdad social, justicia, solidaridad y genuina libertad.
Desde mi actual trinchera de educador (toda educación debe ser para la paz oí decir hace poco) creo que todos esos desafíos y amenazas a la paz pueden y deben abordarse desde la educación, vista como hecho social y permanente.
Educar al soberano, diría el educador y político argentino Domingo Faustino Sarmiento, en el siglo XIX de nuestra era. Educar a todos, dirán los pensadores de UNESCO que condensan pensamiento en informes celebres como el de la Comisión Faure (1972) y la Comisión Delors (1996). Educar, principalmente a los niños de pre-escolar para ir con ellos a conquistar la paz. Educar a las élites y a quienes toman decisiones para que tomen conciencia de las repercusiones de sus acciones. Mucho hay por hacer. El camino ha sido largo y será largo. Y esa creencia, aliciente moral, debe asumirse en una educación para la paz efectiva, humana y sostenible.