Guatemala, 2005
Las dificultades para administrar la justicia en un contexto de reconstruccion de paz y de violencia política: el caso de Guatemala.
Violencia contra el sistema de justicia: el aparato estatal sigue postergando la prevención y el combate.
Mots clefs : L'administration de la justice selon le droit | Magistrats | Appliquer la justice, facteur essentiel de réconciliation sociale | Guatemala
El sistema de administración de justicia continúa siendo blanco de fuertes presiones y manifestaciones de violencia con motivación política, que son provocadas por grupos de poder, con el propósito de mantener maniatada la justicia en el país y generar un ambiente de impunidad y ausencia de Estado de Derecho favorable a sus propósitos.
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Unos, asociados a estructuras del crimen organizado y narcotráfico, que buscan, por la vía del terror, obstaculizar los procesos judiciales encaminados en su contra y garantizar, de esa manera, su funcionamiento y la continuidad de sus actividades delictivas.
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Otros, vinculados más a círculos políticos y militares, interesados en mantener impunes las violaciones de derechos humanos perpetradas durante y después del conflicto armado interno. Dentro de estos casos, cabe mencionar como ejemplo los procesos judiciales encaminados por la ejecución extrajudicial de la antropóloga social Myrna Mack Chang (1990), que estuvo marcado por hechos de violencia política, como el asesinato del investigador policial Miguel Mérida Escobar, además de las amenazas contra operadores de justicia, y otras personas vinculadas al proceso; el caso del asesinato de Beverly Sandoval (1996), en el que existieron numerosas amenazas y hechos intimidatorios, así como el proceso sobre el asesinato de monseñor Juan Gerardi Conedera (1998), proceso que aún no ha finalizado y en el que también se han registrado hechos de esta naturaleza.
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Por último, vale mencionar las acciones emprendidas por quienes intentan impedir el avance de las investigaciones en torno a los escándalos de corrupción y anomalías administrativas, en los que están involucrados ex funcionarios estatales.
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La situación de inseguridad que afecta al sistema de justicia ha llegado a tal punto, que en lo que va del año se han registrado seis asesinatos de funcionarios judiciales, tres casos más en comparación con las cifras contabilizadas durante el primer semestre del 2004 por el Ministerio Público, específicamente por la Unidad Especial de Delitos contra Operadores de Justicia, lo que equivale a un aumento significativo de violencia.
Frente a esta problemática, las autoridades se muestran incapaces de controlar la situación de vulnerabilidad ante hechos violentos, a la que están expuestos jueces, magistrados, fiscales y demás operadores de justicia. Esto, en parte, porque el problema de la violencia contra el sistema de justicia nunca ha sido atendido de manera adecuada, y las autoridades no han actuado con la responsabilidad y convicción que se requieren para llegar a las raíces del fenómeno.
De hecho, el entonces relator especial de Naciones Unidas sobre Independencia de Magistrados y Abogados, Param Cumaraswamy, a raíz de su visita al país, giró en el 2000 importantes recomendaciones al Estado para afrontar la situación, tales como: establecer una comisión, por parte de la Corte Suprema de Justicia - CSJ- y en colaboración con el Ministerio Público - MP-, para abordar la problemática; elaborar un procedimiento para la recepción y tramitación de denuncias sobre amenazas y atentados contra operadores de justicia; adoptar medidas oportunas para proveer la protección necesaria; y otorgar un seguro de vida a todos los jueces, que incluyera el riesgo de accidentes personales. Cabe señalar que la Fundación Myrna Mack ha mantenido desde 1999 un constante señalamiento sobre la problemática y periódicamente ha presentado análisis y propuestas de cómo afrontar la situación. En este sentido, promovió en dos ocasiones (1999 y 2001) la visita del relator especial de Naciones Unidas sobre la Independencia de Magistrados y Abogados, Param Cumaraswamy, para observar la administración de justicia, particularmente la situación de violencia contra operadores de justicia.
Al año siguiente, el Relator Especial agregó que era necesario aumentar la asignación presupuestaria destinada para la seguridad de funcionarios judiciales, así como capacitar y remunerar satisfactoriamente al personal de la Policía Nacional Civil - PNC- y de la CSJ encargado de proteger a operadores de justicia. Además, hizo énfasis en que los medios de comunicación deben encontrar el equilibrio adecuado para informar sobre la administración de justicia sin erosionar la independencia del poder judicial, y evitar, de esa manera, los “juicios por la prensa”.
Por su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos - CIDH- recomendó al Estado de Guatemala, en el 2001, destinar los recursos humanos y materiales necesarios, y la voluntad política, para proporcionar protección a todos los actores involucrados en procesos judiciales; conformar un grupo de trabajo interinstitucional integrado por representantes de la PNC, el MP, el Instituto de la Defensa Pública Penal - IDPP-, el Organismo Judicial - OJ- y cualquier otra entidad involucrada, para facilitar la cooperación en el diseño e implementación de medidas integrales para garantizar una respuesta coordinada a todas las denuncias de amenazas o ataques relacionados con procesos judiciales.
Asimismo, una rápida y efectiva investigación, con el fin de identificar, enjuiciar y castigar a los responsables de conformidad con la legislación nacional; y garantizar que todo el personal del Estado asignado para responder a hechos de esta naturaleza, particularmente de la PNC y del MP, reciban la preparación y conocimientos especializados necesarios para actuar con la debida diligencia.
Estas recomendaciones nunca fueron atendidas en su totalidad y las autoridades se limitaron a crear la unidad especial del MP que conoce estos hechos, cuyo trabajo ha sido deficiente por la falta de visión para abordar estos casos y limitaciones de recursos humanos y presupuestarios. Mientras que en el Organismo Judicial, se conformó recientemente la Comisión de Seguridad Judicial, la cual se encarga de implementar medidas de seguridad para jueces y magistrados; sin embargo, su enfoque ha sido restrictivo, ya que se ha concentrado en la asignación temporal de guardaespaldas.
Las pocas acciones implementadas no han logrado disminuir los índices de agresiones contra operadores de justicia, que se han mantenido en un punto alarmante. De hecho, las autoridades se han dedicado a reaccionar cuando ya han ocurrido trágicos sucesos, como quedó en evidencia en el curso de este año, cuando en respuesta a los asesinatos del juez del Tribunal de Alto Impacto de Chiquimula, José Víctor Bautista Orozco, y del fiscal de esa misma localidad, Erick Moisés Gálvez Miss, perpetrados entre abril y mayo, y a la presión de la opinión pública alrededor de estos hechos, se anunciaron algunas medidas de coordinación interinstitucional con el ánimo de frenar el repunte de violencia.
Entre ellas se mencionó el inicio de procesos de capacitación a personal de la Policía Nacional Civil del Ministerio Público, a cargo de expertos colombianos en materia de protección especial a funcionarios judiciales, y la designación de más guardias de seguridad para proteger las sedes judiciales. Además, el OJ recibió del Ministerio de Finanzas Públicas un incremento de Q19 millones, con el fin de mejorar los sistemas y servicios de seguridad, pero hasta el momento no se tiene información sobre el uso de esos recursos.
Lastimosamente, estos ofrecimientos sólo han ocupado espacios en los medios de comunicación, ya que hasta el momento, ninguna medida de seguridad ha sido implementada, a excepción de la designación de guardaespaldas en algunos casos. De tal forma que los operadores de justicia continúan en situación de indefensión y desprotección ante cualquier acción y embestida de grupos de poder en su intento por frenar y distorsionar la aplicación de justicia, a través del terror.
Esta reacción estatal por parte de las autoridades del sector justicia pone en evidencia varias cuestiones: - - en principio, la ausencia tanto de estrategias concretas para hacer frente a la situación de inseguridad y de medidas de prevención en torno a este problema.
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Esto es, a su vez, resultado de la carencia de una estrategia integral de seguridad ciudadana dirigida a contrarrestar y prevenir las manifestaciones de violencia que se registran en el país, entre ellas la que afecta de manera específica al sistema de justicia y a todos los actores que en él figuran.
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Para hacer frente a la grave situación de inseguridad ciudadana, se hace necesario tipificar las diversas manifestaciones de violencia y las diferentes motivaciones a las que responden: delincuencia común, crimen organizado y narcotráfico, violencia con motivaciones políticas, intolerancia social, conflictividad agraria, etc. De lo contrario, no será posible definir una estrategia integral que atienda de forma diferenciada los distintos tipos de violencia.
Además, ha quedado de manifiesto la poca coordinación de esfuerzos que existe entre las instituciones que conforman el sector justicia, y entre ellas con los entes encargados de la seguridad, para atender el problema; y lo que es peor, la falta de investigación, enjuiciamiento y sanción de los responsables de hechos de violencia y agresiones contra operadores de justicia que se reportan mes a mes, lo cual se traduce en mayores niveles de impunidad.
Pero más allá de una falencia de las autoridades de turno, lo que demuestran la poca respuesta institucional, la carencia de planes específicos y la falta de investigación del fenómeno de la violencia contra el sistema de justicia, es la existencia de un patrón de comportamiento perverso que mantiene sumidas a las instituciones estatales en una situación crítica, caracterizada por la adopción de medidas de reacción, y la ausencia de prevención, integralidad y visión de largo plazo. Esta forma de actuar ha configurado, a su vez, prácticas que socavan cada vez más las ya debilitadas estructuras estatales, e impiden sistemáticamente el fortalecimiento del Estado de Derecho al que se aspira en el marco de la construcción democrática.
Dejar hacer, dejar pasar: la dinámica del Estado ante la actividad de grupos criminales
El surgimiento de las bandas criminales dedicadas a actividades de gran impacto social, como narcotráfico y crimen organizado, corrupción, y demás actividades de carácter delictivo, puede tener varias explicaciones, según el enfoque del que se parta. Sin embargo, lo que es un hecho es que la conformación de estos grupos coincide con el período de conflicto armado interno y los gobiernos militares de corte autoritario, principalmente los que tuvieron vigencia durante las décadas de los años setenta y ochenta.
En el marco de las políticas contrainsurgentes impulsadas desde el Estado y el poder que caracterizaba a las fuerzas armadas guatemaltecas durante esos años, el aparato estatal experimentó una profunda militarización, especialmente en aquellas instituciones consideradas estratégicas para mantener el control sobre la población y el territorio nacional, tales como migración, aduanas, gobiernos municipales y departamentales, tesorería, etc..
Además, ejerció siempre un constante seguimiento, vigilancia y cooptación sobre los partidos políticos, lo cual le permitió mantener bajo su dominio el sistema de representación política, el aparato de la administración pública y el Organismo Legislativo. A esto es importante agregar el trabajo de inteligencia que tuvo a su cargo la institución militar desde siempre, aún en las condiciones actuales en las que la institución militar ha perdido espacios importantes, y que permitió la consolidación de su poder durante el conflicto armado interno.
El control y la presencia del ejército sobre todo el aparato estatal generó condiciones para que algunos círculos de militares lograran crear sus propias estructuras dedicadas a actividades ilegales, como el tráfico y trasiego de todo tipo de bienes y de personas, corrupción a gran escala, saqueo de los recursos del Estado, etc.. Esto, con la colaboración de algunos grupos políticos y la participación de otras personas plenamente identificadas con ellos, que empezaron a lucrar y a enriquecerse de manera ilícita a costa de las instituciones del Estado, de los impuestos de los ciudadanos y de los ingresos del país.
De tal forma que el fenómeno de estos grupos criminales desde esos años ha cobrado más fuerza, principalmente en la última década, y se ha reproducido en otros grupos, que siguieron el ejemplo de actuación de las primeras bandas criminales. Por lo que ya no puede afirmarse que es exclusividad de estructuras de militares. Además, es importante señalar que este fenómeno ha permeado a la sociedad a tal punto que algunos sectores de población muestran algún tipo de aceptación hacia ellos y, en casos extremos, hasta respeto y admiración por aquellos que han trascendido el ámbito de lo legal y han logrado generar beneficios y bienestar a sus familiares y allegados, a partir del desarrollo exitoso de estas actividades ilegales.
El crecimiento y la notoriedad que han adquirido estos grupos en ciertas localidades del país, los han obligado a buscar “mecanismos de compensación social”, a cambio de conseguir el silencio y el apoyo de las comunidades, y de esta manera crear un ambiente favorable para el desarrollo de sus actividades criminales. Cabe señalar que este modus operandi ha existido desde la conformación de las primeras bandas criminales en otras latitudes del mundo, como en Italia o en algunas ciudades de Estados Unidos. También vale mencionar el caso de Pablo Escobar y otros capos en Colombia, que han utilizado este mecanismo con tal de que la población no denuncie sus actividades. Así, proporcionan ciertos servicios a la población, que el propio Estado no ha tenido la capacidad de brindar, tales como seguridad pública, construcción de escuelas o centros de salud, ornato, celebración de actividades sociales y deportivas, etc. Es ampliamente conocido el hecho de que en los departamentos de oriente, zona del país en donde las principales células del crimen organizado tienen un importante centro de operaciones, el nivel de delincuencia común es significativamente más bajo que en otras partes del territorio nacional, según la percepción de las propias comunidades. Esto, en parte, por el ímpetu que han puesto las bandas criminales en esa región por mantener controlado el dominio que han logrado, y no permitir que otros fenómenos, como la delincuencia común o el llamado “menudeo” de droga, afecten su entorno y compliquen el desarrollo de sus actividades. Frases como “delincuente visto, delincuente muerto”, se escuchan frecuentemente en la región oriental del país. Este no es el caso de la región sur y occidente del país, en donde se registran mayores índices de violencia y donde tienen lugar fenómenos sociales como el linchamiento, debido a la agobiante situación de inseguridad que enfrentan las comunidades y a la falta de respuesta institucional ante el problema.
Frente a esta situación, las autoridades se han hecho de la vista gorda y de oídos sordos, lo cual demuestra el contubernio que existe entre algunos funcionarios locales y los líderes de estas bandas criminales, ya sea por temor, impotencia, aceptación de la realidad y de la magnitud del fenómeno, o por pertenencia a estas estructuras criminales. También refleja el pleno conocimiento de la problemática que se tiene en las más altas esferas del Estado, lo cual es una situación aún más crítica y preocupante.
Resultaría ingenuo pensar que los funcionarios estatales, tanto de las comunidades en donde operan estos grupos como en las instituciones centrales de la capital, se mantienen ajenos o no perciben las dinámicas sociales provocadas por la existencia de este fenómeno. Por lo que es válido afirmar que los gobiernos y autoridades de turno, con pleno conocimiento de causa, han dejado que estas actividades se lleven a cabo con relativa libertad y sin mayores obstáculos.
Esto ha permitido, por un lado, que estas organizaciones criminales logren fortalecerse y perfeccionar sus métodos de trabajo. Pero además, que estas prácticas se arraiguen con mayor profundidad en el tejido social y en la estructura del Estado, como pudiera ser el caso de gobiernos municipales o departamentales, consejos de desarrollo urbanos y rurales, o en algunos partidos políticos.
Por lo tanto, el Estado guatemalteco ha sido responsable de permitir que el fenómeno de los grupos y bandas criminales, que operan a lo largo y ancho del territorio nacional, haya cobrado la magnitud que ahora tiene, y que el país sea considerado, en el caso particular del narcotráfico, como uno de los corredores de droga más importantes del continente americano. Recientemente, las autoridades del Ministerio de Gobernación aceptaron públicamente que el problema del narcotráfico y del crimen organizado ha sobrepasado las capacidades de las instituciones encargadas de la seguridad y que se ha convertido en un problema mucho mayor, cuya atención compete a todos los sectores nacionales. Acorde con estudios realizados por agencias especializadas estadounidenses, Guatemala se ubica en la zona de mayor circulación de droga. Según estimaciones, el país concentra un tercio del volumen total de las sustancias psicotrópicas que llegan a Estados Unidos. En el caso concreto del tráfico de cocaína, se calcula que a la potencia del norte arriban alrededor de 400 toneladas al año, lo cual significaría que en Guatemala circulan alrededor de 130 toneladas anuales.
Ahora bien, ¿cómo se relaciona el fenómeno del crimen organizado y las bandas criminales con la violencia que afecta al sistema de administración de justicia? Indudablemente, una de las consecuencias directas de la existencia de estos grupos fuertemente organizados es la comisión de innumerables delitos, producto de diversos factores: unos, inherentes a la naturaleza ilegal de las actividades que desarrollan; otros, derivados del control de los territorios y sus dominios, de las pugnas entre diversas organizaciones y líderes, y de las acciones encaminadas a controlar a la población que trata de mantenerse al margen de la problemática.
En este contexto delictivo, la maquinaria de la administración de justicia está obligada a funcionar y, por lo tanto, a iniciar procesos de investigación, persecución, enjuiciamiento y sanción de los responsables. Sin embargo, los embates de estos grupos están orientados a desvirtuar los procesos desde su inicio y a evitar que se encamine cualquier pesquisa en su contra.
Para lograrlo, los mecanismos son diversos: cooptación, corrupción, coerción, amenazas, intimidaciones, atentados y asesinatos, entre otras manifestaciones. La elección de cualquiera de estos mecanismos, su intensidad y contundencia, depende en gran medida del grado de resistencia que los afectados, en momentos determinados, pueden tener ante las presiones de estos grupos, que por conseguir sus objetivos no escatiman recursos ni esfuerzos, ya que cuentan con los recursos humanos y materiales necesarios - armamento de alto calibre, información, vehículos de ágil movilidad, etc.- para montar cualquier clase de operativos.
Además, los blancos están plenamente identificados: agentes de la Policía Nacional Civil y del Ministerio Público; magistrados, jueces, oficiales y demás operadores del Organismo Judicial; autoridades del sistema penitenciario, desde guardias hasta los propios directivos; abogados, testigos, familiares de víctimas y demás personas vinculadas a procesos judiciales. Es decir, toda la cadena de la administración de justicia constituye un claro objetivo frente a las embestidas de estos grupos criminales.
Por consiguiente, el fenómeno de la vigencia, reproducción, crecimiento y fortalecimiento de grupos criminales, que en coyunturas específicas arremete contra el sistema de justicia, es un problema de Estado, que amerita ser abordado desde diversos ángulos: fortalecimiento del aparato estatal, específicamente de las instituciones que conforman el sistema de administración de justicia - PNC, MP, OJ, Sistema Penitenciario-, y de los aparatos de seguridad del Estado; creación de sistemas de inteligencia civil; mejoras en la legislación vigente, para llenar vacíos legales que no permiten contrarrestar el problema de mejor manera; diseño de planes integrales y coordinados; además de voluntad y convicción para abordar la situación desde sus raíces.
Pero también se hace necesario afrontar el fenómeno por medio del diseño y ejecución de políticas públicas encaminadas a reducir la brecha social, con el propósito de evitar que este tipo de actividades criminales de gran impacto encuentre terreno fértil en comunidades con grandes deficiencias, como pobreza, falta de empleo, carencia de servicios básicos como educación, salud y vivienda, etc., y para prevenir que más personas decidan formar parte de estas estructuras criminales.
El caso concreto de la justicia en Chiquimula: ¿hasta donde puede sostener su imparcialidad?
La situación de violencia contra operadores judiciales que enfrentan las instituciones del sector justicia con presencia en Chiquimula, resulta ser ampliamente ilustrativo para reflejar la forma en que el Estado se comporta ante la existencia de estructuras criminales, y cómo estos grupos utilizan todos los medios que tienen a su disposición para entorpecer la administración de justicia y generar impunidad.
Por su posición geográfica - zona fronteriza con El Salvador y Honduras- en el departamento de Chiquimula se registra un importante movimiento de células dedicadas a la narcoactividad, tráfico y trasiego de todo tipo de bienes y de personas, que desde hace décadas operan en la región oriental del país, aunque de manera más acentuada y obvia en los últimos diez años. Además, constituye uno de los centros de operaciones más importantes de este tipo de actividades, principalmente por su cercanía con los departamentos de Zacapa, Izabal y Petén, en donde se localizan los cárteles de droga más fuertes. Por lo tanto, la actividad delictiva en esa zona, producto de estos grupos criminales, es agitada.
Ante el volumen de delitos de gran impacto social, que eran sometidos a los tribunales ordinarios de la zona nororiental del país, la Corte Suprema de Justicia, a propuesta de la Cámara Penal y con el apoyo de la Embajada de los Estados Unidos, consideró necesario introducir, en el año 2000, importantes cambios en materia de competencia y jurisdicción, con lo cual creó el llamado Tribunal de Alto Impacto de Chiquimula. Por medio del Acuerdo 8-2000, la Corte Suprema de Justicia creó los juzgados de Primera Instancia Penal de Chiquimula y Quetzaltenango, con competencia específica para conocer hechos delictivos de asesinato, secuestro, narcoactividad y robo agravado. Además, creó los Tribunales Primeros de Sentencia en los mismos departamentos para juzgar los delitos antes mencionados. Por medio de cuatro acuerdos más, la CSJ amplió la competencia de delitos y el ámbito territorial. En el caso concreto de Chiquimula, el Tribunal de Alto Impacto conoce delitos, además de los ya mencionados, de ejecución extrajudicial, robo contra oficinas bancarias, recaudatorias, industriales, comerciales, mercantiles u otras en la que se almacenen altas cantidades de dinero; así como hurto agravado, defraudación y contrabando aduanero, y solicitudes de extradición.
Uno de los objetivos centrales de estas modificaciones era combatir prácticas internas de corrupción que adolecían los juzgados y tribunales ordinarios, y concentrar todos los casos denominados de alto impacto social para sacar adelante el cúmulo de procesos de esta naturaleza que estaban en trámite y que no lograban avanzar. Chiquimula fue escogida como sede de la nueva estructura, ya que contaba con las instalaciones adecuadas, y en ella se concentrarían todos los procesos de alto impacto ocurridos en esa localidad y en los departamentos de Izabal, Zacapa y Petén.
En su ocasión, la Corte Suprema de Justicia indicó que la separación de competencia de las estructuras ordinarias, vendría acompañada de medidas específicas de seguridad, con el propósito de crear las condiciones necesarias que permitieran afrontar procesos contra personas vinculadas a actividades del crimen organizado, mayormente dedicadas al narcotráfico.
Sin embargo, la historia del Tribunal de Alto Impacto de Chiquimula ha estado marcada por hechos de violencia con fuerte motivación política, que han ocasionado que en múltiples ocasiones se haya desintegrado. Tanto es así que sólo en esta sede del OJ han ocurrido un atentado de muerte, un intento de envenenamiento y el reciente asesinato del juez Bautista Orozco. A estos hechos hay que agregar el asesinato del fiscal de dicho departamento, Erick Moisés Gálvez Miss.
Ante esta situación, los jueces y fiscales que trabajan en esa localidad han denunciado públicamente que lo que se pretende con estos hechos es atemorizar a los operadores de justicia e influir en las decisiones judiciales a la hora de resolver, de lo cual no existe ninguna duda. A pesar de ello, y como se señala al inicio de este documento, las autoridades del Organismo Judicial y del Ministerio Público no han definido medidas concretas; tan sólo se han limitado a señalar, a través de los medios de comunicación, algunas acciones que pretenden implementarse, pero que, luego dos meses y medio del último hecho de violencia registrado, aún no han logrado materializarse.
Por lo que es válido señalar que la separación de competencia de hechos delictivos de impacto social de los tribunales y juzgados ordinarios hacia los llamados tribunales de alto impacto - que en principio resultó ser una idea novedosa de cómo enfrentar este tipo de procesos-, necesariamente debe estar acompañada por la definición de un plan estratégico de seguridad, que garantice la protección de todos los operadores de justicia involucrados y que vaya más allá de la designación temporal de más agentes de seguridad o guardaespaldas.
Hasta el momento, el ejercicio de mantener funcionando tribunales de alto impacto con las mismas características que los tribunales ordinarios, no en términos de su desempeño sino en materia de seguridad, sólo ha puesto en evidencia que el sistema de justicia aún no está preparado para atender casos de semejante magnitud, en los que los sindicados forman parte, al parecer, de cuadros medios de las organizaciones criminales; menos aún, para resolver procesos en contra de sus cabecillas y líderes máximos.
Además, es factible afirmar que la separación de competencia ha provocado ha sido un relativo debilitamiento, ya que, como se ha evidenciado, las nuevas estructuras son vulnerables y fácil presa de las embestidas de grupos criminales en su intento por obstaculizar la justicia y generar impunidad. En un entorno de inseguridad e indefensión como el que persiste en la administración de justicia en Chiquimula, resulta válido preguntar ¿hasta dónde podrán los operadores de justicia sostener su imparcialidad y su autonomía, y mantener incólume el principio de independencia judicial?
La administración de justicia en el difícil contexto de violencia política
La violencia contra operadores de justicia es un problema de fondo y constituye sólo una parte de una problemática mucho mayor: la inseguridad ciudadana. Por lo tanto, demanda acciones y medidas más contundentes, de largo aliento e integrales, que verdaderamente generen condiciones para que estos hechos se reduzcan al mínimo.
En este sentido, el Estado de Guatemala tiene una responsabilidad política e institucional de amplias dimensiones en los hechos de violencia que están afectando la vida, la integridad física y la tranquilidad de jueces, magistrados, fiscales, agentes auxiliares, abogados, querellantes adhesivos, testigos y demás personas vinculadas a la administración de justicia.
Sin embargo, este ha sido un problema que ha estado permanentemente desatendido, pues el Estado no ha dado respuestas institucionales adecuadas para frenar la violencia general, ni la específica, menos aún cuando se trata de patrones sistemáticos que son ejecutados por grupos criminales con el fin de cooptar instituciones, manipular a los funcionarios a través del terror y desvirtuar la aplicación de justicia.
Vale recordar que en los últimos años han surgido diversas propuestas para atender la problemática, de las cuales la más notable fue el proyecto de creación de la Comisión Investigadora de Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad - CICIACS-, la cual no fue aprobada.
En su inicio, dicha comisión fue concebida como un ente capaz de investigar, identificar y desmantelar estructuras y grupos criminales dedicados a generar violencia política contra opositores políticos, defensores de derechos humanos, dirigentes sociales y operadores de justicia. Sin embargo, en el proceso de discusión, esta propuesta se fue transformando y adquirió características propias de una entidad que se dedicaría al combate del crimen organizado.
Si bien es cierto que la violencia con motivación política es generada, en parte, por grupos vinculados al crimen organizado, es importante señalar que cada fenómeno es distinto y demanda planes y estrategias diferenciadas para afrontarlos, para evitar, de esta manera, que la atención de un problema desdibuje u oculte al otro.
Por eso es necesario crear la legislación que permita al Estado combatir el crimen organizado, principalmente con parámetros en el ordenamiento interno que hagan posible la aplicación de la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional (Convención de Palermo) y sus protocolos.
Asimismo, es importante adoptar las medidas legislativas oportunas para atender el fenómeno de la violencia política, particularmente la que afecta al sistema de justicia, y que, como se ha señalado en repetidas ocasiones, actúa como un potente mecanismo de impunidad, en virtud de que obstruye procesos penales, deniega justicia y coarta la independencia del juez y la autonomía en las actuaciones de los fiscales.
En la medida en que la situación persista, el país seguirá su recorrido por una ruta incierta, que no augura un panorama alentador, y que mantendrá a la administración de justicia presionada y fuertemente condicionada por:
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Un ambiente de total impunidad, en el que los hechos delictivos de gran impacto social no son investigados, y sus responsables no son perseguidos ni sancionados. Esto posibilita no sólo el surgimiento de nuevas bandas criminales, sino el fortalecimiento de las ya existente, principalmente de aquellas dedicadas al tráfico de drogas, a las diversas manifestaciones del crimen organizado y a la corrupción a gran escala.
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La debilidad crónica de las instituciones encargadas de la seguridad y la justicia, que avanza como un cáncer invasivo, que permea todo el aparato del Estado a pasos acelerados, y que no permite disminuir los altos grados de impunidad.
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Las deficiencias en materia de investigación policial que enfrenta la PNC, al igual que los problemas en la investigación y persecución criminal que le corresponde al MP, los cuales desatan una serie de errores con impactos nefastos en materia de aplicación de justicia.
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Por último, la ausencia de un sistema y de un marco legal que regule la producción de inteligencia civil en el país, lo cual provoca grandes vacíos en esa materia y posibilita que la inteligencia militar continúe definiendo parámetros de acción en instituciones civiles. Esto crea condiciones propicias para el fortalecimiento de grupos paraestatales, asociados a estructuras militares, que en la actualidad realizan labores propias de inteligencia y seguridad con fines diversos, entre ellos, la logística y planificación de actividades criminales de impacto social.
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La vigencia de estos problemas erosiona cada vez más el ya dañado orden social, imposibilitan la construcción de un Estado Democrático de Derecho, no permiten el fortalecimiento del aparato institucional y, de forma recurrente, provocan un ambiente de alta tensión, con impacto negativo para la gobernabilidad y la estabilidad políticas del país.
De esta cuenta, la atención de los problemas anteriormente señalados debe constituir la ruta por la cual los esfuerzos se encaminen con más contundencia para frenar la preocupante situación de inseguridad que agobia a la sociedad guatemalteca y que, de manera específica y según los vaivenes de la coyuntura, afecta a operadores, auxiliares y demás funcionarios de la administración de justicia, cuya seguridad no ha sido garantizada por el propio Estado.
Notes
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Analisis elaborado por la Fundacion Myrna Mack.
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Este informe se concentra en la violencia política contra funcionarios de la administración de justicia, como jueces, magistrados y demás operadores del Organismo Judicial, fiscales y agentes del Ministerio Público, y a miembros del Instituto de la Defensa Pública Penal, y que es provocada por grupos criminales dedicados a actividades ilícitas de fuerte impacto social, como narcotráfico y crimen organizado, corrupción y demás formas de enriquecimiento ilícito. El enfoque no incluye, en esta ocasión, a otras personas vinculadas a procesos judiciales, como abogados, familiares de víctimas, querellantes adhesivos y testigos, los cuales también sufren las consecuencias de este tipo de violencia que afecta al sistema de justicia.