Arnaud BLIN, François SOULARD, Estados Unidos; Argentina, avril 2016
¿Hacia un giro geopolítico entre los Estados Unidos y América del Sur
“Los pueblos deprimidos no vencen ni en el laboratorio ni en las disputas económicas”. Arturo Jauretche
Los Estados Unidos se encuentran actualmente en un momento crucial de su historia. En la medida en que sigan, a pesar de todo, teniendo peso sobre la dirección global del mundo, los cambios que están transitando tendrán diversas consecuencias fuera de sus fronteras. Desde esa perspectiva, la campaña presidencial de 2016 está plagada de enseñanzas y nos permite ir viendo los contornos de una sociedad en plena transformación, transformación que a los mismos estadounidenses les está costando mucho percibir y entender.
La presencia, y hasta la omnipresencia, de Donald Trump y de Bernie Sanders en esta etapa de las elecciones hubieran sido difíciles de prever hace solamente un año. La sola participación de este hombre de negocios, populista y políticamente incorrecto, hubiera sido impensable hace unos años, tanto como la de un socialista de Vermont abocado a combatir las desigualdades, las injusticias y las grandes fortunas. Aun, cuando ninguno de los dos, en última instancia, tenga chances reales de ocupar la Casa Blanca en 2017, ambos nos permiten comprender los cambios que aparecen en la sociedad norteamericana y que pueden llegar a modificar su naturaleza.
Empecemos por Donald Trump. De algún modo, es el campeón de los Estados Unidos de América de antaño. Un país blanco, protestante, rural, cuya identidad precaria está visceralmente aferrada a atavismos tales como el derecho a poseer un arma. Los Estados Unidos de los que se vanaglorió Hollywood durante mucho tiempo, los que hicieron soñar a varias generaciones pero que, hoy en día, parecen totalmente superados por los acontecimientos. Esos que hasta hace poco seguían siendo mayoritarios y marcaban el rumbo del país. Rápidamente, este Estados Unidos de América, sin haber desaparecido, se ha visto marginalizado por una élite urbana cosmopolita, menos aferrada a la religión, dispuesta a jactarse de los méritos de la diversidad. Sobre todo, la fuerte inmigración de poblaciones procedentes de México y de América Central (y Caribe) invirtió la ecuación demográfica, deteniendo la integración natural de las poblaciones inmigrantes dentro de esa mayoría, cuya vocación siempre fue la de absorber a los recién llegados - vocación ilustrada durante mucho tiempo por políticas de migración extremadamente estrictas, por no decir cínicas, o hasta racistas (por ejemplo, entre la primera y la segunda guerra). Hoy, la población hispana pesa mucho, hasta tal punto que puede decidir el resultado de una elección presidencial. De hecho, los republicanos han perdido las dos últimas elecciones por no haber sabido ganarse una parte suficiente del voto “hispano”.
Por otra parte, la inmigración “hispana” es un vector de transformación cultural de la que apenas empezamos a percibir las consecuencias. Además del catolicismo que, gracias a otras poblaciones de inmigrantes anteriores (Polonia, Irlanda) se ha convertido de hecho en la primera religión de los Estados Unidos, los valores importados por los inmigrantes del sur están mucho más aferrados que los de la población protestante a todo lo referente a los problemas sociales y las desigualdades, temáticas que el credo neoliberal había enterrado con Ronald Reagan. De un modo general, las poblaciones católicas o provenientes de sociedades católicas (incluso laicas) están más abiertas a la idea de un Estado relativamente presente, responsable del bienestar de los ciudadanos y, llegado el caso, investido del deber de responder frente a las injusticias sociales. El modelo neoliberal está, de una manera u otra, fuertemente anclado en los valores protestantes, como bien lo había demostrado en su época el sociólogo Max Weber. Recordemos, para ilustrar esta evolución cultural, que en 1960 el principal reproche que le hacían a Kennedy sus opositores era de orden religioso (se lo acusaba de ser católico).
El partido republicano se ha creado su propio Frankenstein, y éste está destruyendo el partido de Hamilton y de Lincoln del que, teóricamente, era el heredero. Tradicionalmente el partido republicano - suele olvidarse últimamente- predicaba una política semi-dirigista. Pero en 1964, mientras que el sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson ya había impuesto sus inmensos programas sociales, el candidato republicano a la presidencia, Barry Goldwater, trataba de transformar el partido en una gran máquina anti-estatal de promoción del modelo neoliberal. Reagan, entre 1980 y 1988 prosiguió ese trabajo con diligencia, imponiendo de algún modo la ideología antigubernamental/neoliberal que no dejó de crecer, incluso entre las poblaciones más perjudicadas por dicha ideología y por sus correspondientes políticas. Pero de tanto haber tirado de la cuerda, el partido republicano se encuentra hoy en día amenazado de desaparición en manos del monstruo que él mismo construyó y que se encarna actualmente en la persona de Donald Trump, cuya retórica es, en definitiva, la culminación y la caricatura del discurso reaganiano.
A fuerza de decir que el gobierno (es decir el aparato de Estado y la clase política) es la causa de todos los males, la población que se siente más marginada ha seguido los pasos de quien promete reestablecer el mundo del pasado destruyendo el aparato del Estado. Válvula de escape de la frustración de la antigua mayoría, Donald Trump es prisionero de su paradoja: sin el voto hispano, que enajenó de manera imborrable, no puede ganar las elecciones. Apoyando a Trump, sus partidarios de algún modo lanzan piedras a su propio tejado, puesto que la entronización republicana de un Trump renegado por su propio partido va a garantizar la victoria del candidato demócrata, muy probablemente Hillary Clinton.
Bernie Sanders es, en cierto modo, la oposición perfecta de Trump. Los medios tienen tendencia a asociar a estos dos hombres, pues ambos encarnan la saturación del pueblo norteamericano. Esta grilla de lectura, basada en la dicotomía “pro/anti Washington” es falsa o, al menos, oculta los elementos fundamentales que se esconden detrás del apoyo a Bernie Sanders. Político con experiencia, hijo de inmigrantes judíos polacos y ateo, originario de Brooklyn, socialista, es la antítesis de una Norteamérica blanca, protestante, neoliberal. También es, en cierto modo, la encarnación de ese movimiento urbano cosmopolita que, a fin de cuentas, ha tomado conciencia de las profundas deficiencias del modelo neoliberal.
Para cualquiera que haya vivido en Estados Unidos durante la guerra fría, la idea de que un político que se presenta como socialista pueda aterrizar en algún lugar que no sea delante de un tribunal es casi impensable. Sin embargo Sanders, heredero él mismo del socialismo inmigrado de los años Treinta (que nos dejó también, por otras desviaciones, la corriente neoconservadora), encontró en la juventud urbana post-guerra fría un apoyo consecuente por parte de una población que ya no tiene los prejuicios ligados a la política y a la ideología anticomunista y que, de cierto modo, adhiere a los valores predicados en su época por Franklin Roosevelt. Hoy por hoy constatamos que la palabra “socialismo” ya no está irremediablemente ligada al pulpo totalitario soviético, sino más generosamente asociada al paraíso social que es Dinamarca. Esta transición es notable e importante. Ser “norteamericano” significó, y todavía significa para muchos, no ser “europeo”. La idea de que el modelo europeo pueda ser adoptado por los Estados Unidos constituye en sí misma una pequeña revolución que cuestiona la identidad misma del país. Es cierto que Sanders no estará en condiciones de preocupar a Hillary Clinton pero el apoyo que logró obtener muestra hasta qué punto las mentalidades han cambiado y rápidamente Hillary Clinton, para gobernar con eficacia, tendrá que tomar en cuenta esas nuevas tendencias.
En resumen, el combate desfasado de la Norteamérica de los viejos tiempos que lleva adelante Trump y que acompaña la implosión del partido republicano neoliberal, el surgimiento de una “minoría mayoritaria” hispana que transforma el paisaje político y cultural de los Estados Unidos y el re-surgimiento de una opinión pública favorable a los derechos sociales constituyen signos de que los Estados Unidos están entrando en una nueva fase de su historia.
¿Qué efectos tendrán esos cambios al exterior de EEUU, en particular en América del Sur? Para responder a esa pregunta es conveniente analizar la coyuntura actual del continente sudamericano y examinar las direcciones que están tomando las relaciones entre ambas regiones. Luego de los últimos quince años que constituyeron un cambio de era en América Latina, bajo el efecto de una onda de luchas sociales y nuevas mayorías políticas “insubordinadas” a la constante imperialista, la región parece haber entrado verdaderamente en un nuevo ciclo de desestabilización y de transición incierta. Los tres países propulsores del MERCOSUR, es decir del modelo de integración regional más consolidado e influyente en el paisaje mundial, se enfrentan por un lado a escenarios económicos desfavorables, ligados directamente a la dependencia de sus economías nacionales del precio de las materias primas y del petróleo, que están en baja desde 20131 - (prolongación si se quiere, de la crisis de 2008), y por otro lado, a nuevas situaciones sociopolíticas provocadas tanto por dinámicas internas particulares de cada país como por factores externos, de los que luego veremos las características comunes. Profunda crisis institucional, como resultado combinado de una crisis de hegemonía política y de una ofensiva mediático-judicial particularmente salvaje en Brasil, que lleva a algunos analistas como Tarso Genro a compararlo con el episodio oscurantista de la República de Weimar del siglo pasado en Europa. Radicalización de las polarizaciones políticas en Venezuela, asfixia económica y pérdida de fuerza electoral del movimiento popular en las últimas elecciones legislativas. Victoria electoral del hijo de una nueva derecha en Argentina que instala un régimen antipopular y autoritario de austeridad amparado por una alianza político-empresarial y el control casi total del aparato mediático. Alrededor del eje Buenos Aires-Brasilia-Caracas, central en la nueva institucionalidad regional y en el sistema de alianzas multipolares con China y los países BRICS, se desarrollan experiencias políticas más polarizadas que podemos caracterizar más por la continuidad: Bolivia por un lado (y en cierta medida Ecuador), que aún cuando sufre algunas sacudidas internas y tuvo una advertencia en el referéndum de marzo de 2016 sobre la renovación del mandato presidencial, confirma la solidez de sus bases sociales y la revolución cultural que hizo pasar a una población indígena excluida a una nueva mayoría cultural, desarrollando una relación progresista con respecto al resto de la región y del mundo. Por otro, más cerca de un sistema liberal estructurado en torno al libre intercambio, con las consabidas consecuencias que ello acarrea en términos de crecimiento de las desigualdades, erosión del Estado, vulnerabilidad del sistema institucional y dependencia externa, encontramos a México, Perú, Colombia, Chile o Paraguay, reunidos bajo el ala protectora de los Estados Unidos dentro de la Alianza del Pacífico2. Las estructuras políticas y movimientos populares de estos países no se han consolidado todavía, o sólo lo han hecho de manera latente o abortada (como en los casos de Paraguay y Honduras), en construcciones políticas lo suficientemente unificadoras como para romper con el statu quo de manera duradera. El mosaico regional sudamericano nunca ha dejado de estar polarizado en sus formas de inserción en el mundo ni en sus relaciones con las potencias tradicionales. Pero para entender las nuevas relaciones que se establecen con los Estados Unidos y a escala regional, hay que tener bien presente que el nuevo ciclo macropolítico que parece anunciarse visiblemente deja detrás suyo las bases de un cambio de paradigma de cierta profundidad e intensidad, que alteró la correlación de fuerzas en relación a las presiones externas y a sus puntos de relevo en las élites nacionales, cambio que algunos politólogos como Emir Sader asocian a la idea de realización de una primera etapa de transición post neoliberal. La aparición simultánea de regímenes democráticos populares, nacidos en respuesta al naufragio del modelo neoliberal practicado a partir de los años 90, según los términos del Consenso de Washington, es sinónimo de una confrontación, por una masa suficientemente crítica de países, con el alineamiento con el imperialismo de mercado y su correspondiente condicionamiento democrático. Hay un antes y un después del tratado multilateral de libre comercio (ALCA) en 2005, fecha que marca al mismo tiempo el comienzo de una nueva etapa de integración regional en torno al Consenso de Mar del Plata y el inicio de la reconversión de las políticas exteriores estadounidenses.
Precisamente, la convergencia de esta reconversión de las políticas exteriores norteamericanas, que da cuenta de una clara pérdida de velocidad, y del proseguimiento de los itinerarios de transición post-neoliberal en un contexto mundial agitado y desfavorable es lo que instala el decorado para este nuevo período político. Ocupémonos para empezar del primer punto. A partir de 2010, especialmente en relación a su política de “contención” de China, Washington relanzó propuestas de adhesión a un esquema más amplio todavía de liberalización comercial, esta vez bajo la forma de la Alianza del Pacífico (2012), el Acuerdo transpacífico de asociación económica (TPP) y el Acuerdo sobre el comercio internacional de servicios (TISA). Aun cuando la adhesión a estos tratados no es nada obvia, particularmente por la ambigüedad sobre las concesiones de soberanía que implican y la repetición de una historia ya demasiado conocida, constituyen sin embargo un entramado de fondo sobre el cual trabajan permanentemente los poderes mediáticos, económicos y hasta judiciales. En un escenario de regresión económica, sea real o instalado por los medios, acoplarse a la apertura comercial a través de la “renuncia de sí mismo” y a la transferencia de la crisis sobre los sectores populares es una tentación que no dejará de renovarse en tanto no haya alternativas o fuerzas sociales lo suficientemente consolidadas como para oponerse.
En relación a esto, Uruguay acaba de insertar en la agenda del MERCOSUR una propuesta de negociación unilateral de los tratados de libre intercambio, decisión que en otro contexto había llevado a la liquidación de la Comunidad Andina de las Naciones alrededor de 2006. El segundo elemento de esta reconversión tiene que ver con la transferencia de la influencia diplomática de Washington hacia un activismo mediático-judicial operado por las élites y la oligarquía local, que recuerda en algunos sentidos los oscuros episodios del Plan Cóndor durante los regímenes militares. En la práctica, la diplomacia norteamericana no ha logrado contrarrestar la entrada de China en la arquitectura de planificación sudamericana. La mayor parte de los grandes proyectos de infraestructuras, de norte a sur del continente, cuentan ahora con la cooperación de China y de otros países BRICS, entre ellos Rusia. Si bien es cierto que la reciente reanudación de las relaciones diplomáticas entre EEUU y Cuba después de 60 años de embargo político y económico simboliza un cambio diplomático para toda la región, hay que señalar sin embargo que dicho gesto de apertura recubre una nueva inversión en las estrategias de toma de control y de desestabilización. Decreto de amenaza a la seguridad nacional hacia Venezuela, amplificación de la operación Lava Jato en Brasil para instrumentar un juicio político, financiamiento directo o indirecto de los partidos de la oposición, grupos mediáticos y redes de ONGs operando como oposición política, multiplicación de los protocolos de cooperación sobre seguridad y narcotráfico, avance de las bases militares, movimientos financieros de desestabilización, todo esto hasta llegar si es necesario al golpe de Estado “blando”, ya sea por vía parlamentaria, judicial o incluso a través de las multitudes concentradas en las calles. No faltan ejemplos para demostrar que la diplomacia norteamericana ha operado una peligrosa transferencia hacia un nuevo arsenal de “guerra de 4ta generación”, sobre un fondo de revancha irracional de su establishment frente a las identidades contra-hegemónicas y los territorios políticos que no estén aliados a su causa. La pérdida de hegemonía es sucedida por una reapropiación de maniobras arbitrarias, extrajurídicas y extraterritoriales que exacerban a los segmentos locales ultraconservadores, cuya presencia ya forma parte ahora de las posibilidades políticas del momento y cuya amplitud no había sido necesariamente anticipada por la clase política latinoamericana.
Por último, el segundo punto, que concierne la continuidad o el proseguimiento de los itinerarios de confrontación y de transición post neoliberal en un contexto de recesión económica. Si hay un nuevo ciclo que se abre, también es porque los diez años de procesos nacionalistas y populares mostraron obviamente vulnerabilidades o transformaciones inacabadas cuyos baches fueron explotados sistemáticamente por el campo adverso y cuya interpretación es esencial a la hora de pensar en la renovación de los proyectos políticos. Mucha tinta ha corrido a propósito de este tema en las redes políticas y trataremos de retomar aquí dos elementos fundamentales. El primero concierne el “blindaje” de la hegemonía liberal a través de la superestructura mediático-cultural. Aunque varias experiencias latinoamericanas desplazaron el cursor hacia la reformulación de las bases constitucionales, la ampliación de derechos sociales, la inclusión social y la reconstrucción de las coherencias internas, sólo modificaron parcialmente el centro de gravedad a partir del cual se fundan las posiciones de los campos conservadores, progresistas o revolucionarios.
Probablemente a excepción del caso de Bolivia, las nuevas mayorías políticas siguen siendo minorías culturales y aunque se enuncie la necesidad de librar una verdadera batalla cultural, ésta no llegó a alzarse a la altura de las relaciones de fuerza, para las cuales la balanza se inclina lógicamente por el peso de la estructura mediático-financiera. Este factor explica, en particular, la violencia revanchista del campo conservador, pero también de algunos sectores sociales que basan la mayor parte de su discurso en una narración catastrofista de la herencia económica del populismo totalitario, del asistencialismo social, de la insensatez de la igualación de derechos, etc.
El segundo elemento concierne la rápida evolución de la estructura social y el desafío que esto plantea para la movilidad de las esferas intelectuales y organizacionales. La distribución interna de las clases sociales ha sido literalmente sacudida en los últimos diez años. Argentina y Brasil, por ejemplo, duplicaron su clase media en un contexto de notorio avance sobre el conjunto del continente3. Esta nueva clase media, subpolitizada y ubicada en el centro de los nuevos segmentos urbanos, entrando de lleno en la subjetividad consumidora, emite expectativas contradictorias que por lo general han sido mejor captadas por el actor comunicacional más organizado en red. Estos nuevos “territorios subjetivos”, al igual que otros territorios de organización social o sindical, han sido por otra parte subestimados por las coaliciones progresistas, involucradas prioritariamente en su ciclo de gestión gubernamental y tendiendo a dejar en segundo plano la acción de reterritorialización y de articulación de los movimientos populares. En esta nueva etapa de contraofensiva en la que las condiciones económicas impondrán mayor exigencia, la reinvestidura de una capacidad intelectual y organizacional, desde el nivel territorial hasta el nivel mundial, será un elemento clave para la reconstrucción de las mayorías políticas y para repensar los contornos de un sujeto político apto para seguir los momentos de transición.
Para finalizar, esta necesidad de adaptación nos remite más aun al conocimiento de la realidad interior de Estados Unidos y a la percepción de su evolución incierta. De alguna manera, a nivel de sus políticas internas, los EEUU se ven alcanzados hoy por varias décadas de irresponsabilidad y de negación. Mientras que en 1945 los norteamericanos tenían medio siglo de adelanto en relación al resto del mundo, hoy en día se están atrasando en muchos ámbitos fundamentales: educación, justicia, seguridad social, infraestructuras, etc …, vale decir, todos ámbitos que definen lo que es una superpotencia capaz de tener peso, para bien o para mal, en la dirección de la Historia. Aun cuando siguen a la cabeza en materia de dinamismo económico o de potencia militar, ese dinamismo sufre grandes desequilibrios y la potencia estadounidense es inadecuada para las exigencias actuales en términos de política extranjera y uso de la fuerza. De un modo más general, los Estados Unidos no han sabido adaptarse a la globalización de la que, sin embargo, han sido los primeros instigadores y el más contundente motor.
Por lo tanto, a corto y mediano plazo, los EEUU van a enfrentarse a una elección importante: o bien siguen como si no pasara nada, con el probable riesgo de una erosión progresiva -y ya visible- de su potencia, de su prestigio y de su influencia. O bien hacen una retirada estratégica que les permita invertir sus energías en una renovación profunda de su sociedad, capaz de hacerlos recobrar el prestigio perdido. Pero para ello tendrán que reducir sensiblemente sus actividades exteriores y su aparato militar y articular mejor sus prioridades.
¿Hillary Clinton será la mujer providencial que logrará llevar adelante el cambio necesario?¿O se contentará con navegar en aguas turbias haciendo pequeños cambios simbólicos pero insuficientes? Obviamente la respuesta vendrá de su habilidad para tratar con un Congreso conservador, poco proclive a reformar el país. En ese sentido, Barack Obama se mostró impotente y ése es el mayor reproche que se le puede hacer. No obstante, el choque combinado de Trump y Sanders quizás sirva de electroshock a una clase política que, tal como lo constató la mayoría de los norteamericanos, se niega hasta ahora a mirar la realidad de frente. Ahora bien, a fuerza de declamar que “somos los mejores” será efectivamente difícil aceptar que ahora simplemente ya no somos muy muy buenos. El pueblo empieza a darse cuenta de la magnitud de la mentira. ¿Los que la profirieron sabrán reconocer su culpa? Es posible: después de todo, todos sabemos que la clave de esta sociedad que pretende iluminar al resto del mundo desde “lo alto de su colina” hay que buscarla en la noción de redención…
Notes
1La Comisión económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) anuncia un crecimiento negativo de -0,3 % para el año 2016. Bolivia conservaría el dinamismo más fuerte con un 4 % de crecimiento del PBI.
2Acumulando un 38 % del PBI regional. Fuente: Instituto de Estudios de América Latina, IDEAL-CTA i-deal.am
3El avance promedio es de 50% en el continente. Informe « La mobilidad económica y el crecimiento de la clase media », Banco mundial 2012.
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